Su sonrisa, que bien podría ser la mismísima mueca de la muerte, no es macabra ni mortuoria, es, tal vez, lo reconoceré después de hablar con él, de la satisfacción de ganarse la vida haciendo lo que más le gusta. Y si un tipo así, que se diseña muebles a partir de féretros, que escruta los misteriosos caminos de la muerte todos los días y vive de los difuntos, dice que la parca nos iguala a todos el rasero, que a la hora de rendir cuentas la vanidad es del mismo verde que la humildad, pienso yo, habrá que creerle.
Estoy en su casa en el este de Los Ángeles. Cuando llego me hace esperar un poco en la entrada. A los pocos segundos, de la puerta principal emerge un hombre delgado empujando una camilla que lleva un cuerpo magro cubierto por una sábana roja. Vidal, en silencio, abre la compuerta trasera de un coche fúnebre para que el hombrecillo ubique el cuerpo allí y luego se queda mirando mientras su asistente sale conduciendo el vehículo. Ha dedicado 30 años con sus noches a esculcar los secretos de la muerte. “Yo le doy una voz a los cuerpos”, explica, define.
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